miércoles, 21 de octubre de 2009

Los Gays Invisibles



Cuando yo tenía 21 años todavía no conocía a ningún gay y no sabía a dónde tenía que ir para conocerlos. Pero incluso si hubiera sabido dónde quedaban los lugares gay de mi ciudad, no me hubiera atrevido a entrar por miedo a que me vea alguien allí.


Chatear o entrar a páginas tampoco era una opción porque, en aquella época, ni sabía lo que era la Internet. Apenas sabía prender una computadora y jugar al solitario o al ajedrez, pero todo lo que me habían enseñado en la secundaria de Word, Power Point, Excel, etc, se me había borrado completamente, como tantas otras cosas a las que jamás les presté atención. Si hubiera sabido que con Internet podía relacionarme anónimamente con gays de mi ciudad y de todo el planeta, probablemente les hubiera prestado atención a los gordos losers de mis profes de Informática. Pero, como lo más emocionante que nos enseñaban era a dibujar con el Paint, había preferido negarme al progreso y limitarme a adoptar la mentalidad ignorante que ve en las computadoras y en la Intenet un producto yanqui impuesto de arriba e innecesario.


Por lo tanto, a mis 21 años, estaba solo, desamparado y con unas ganas tremendas de estar con un tipo.

Y encima, no sabía chatear.


Había tenido una vez una tremenda aventura en la librería donde solía comprar novelas en los saldos. Al lado de las historietas de Batman y junto a las revistas porno había una estantería vertical plagada de vhs porno. El segundo era gay, o al menos tenía la foto de un tipo que parecía gay (no era otro que el patético Chance Caldwell). Después de incontables ocasiones en que revisé cada comic de Batman con los ojos desviados al costado, una vez me atreví, agarré el video y fui a la caja. De lo nervioso que estaba, no solté a Batman así que tuve que pagar unos pesos más de los que calculé. Por supuesto, salí de allí con la idea de no volver nunca jamás.


Igual el video no me abrió ninguna puerta. Sólo me costaba creer que el sexo entre hombres fuera tan fácil pero ahí estaba. Parecía que era igual a una relación heterosexual lo cual me decepcionaba un poco, pero también me tranquilizaba algo.

En mi pensamiento retrógrado y aún adolescente de aquella época también cabía la idea de irme a Brasil, Uruguay, Chile o, incluso, Buenos Aires, sólo para ir una noche a alguna disco gay o algún lugar así donde era menos probable que me viera alguien conocido metido en un plan tan condenable como el de buscar vivir mi sexualidad de la manera en que me gusta y que deseo con todo mi ser.


Pero el destino me ahorró los pasajes.


Una noche de verano, sentado en las escaleras de la catedral, ví al primer gay de mi vida. Era horrendo, para qué mentir. Medio petiso, cuerpo fofo, sin forma de nada, todavía gringo pero tirando a pelado y -lo peor- bigote y barba candado.


Él pasaba caminando y me miró a los ojos y en un segundo, a pesar de toda mi inexperiencia, ignorancia y virginidad, supe que ese tipo quería coger conmigo. Fue realmente mágico, sobre todo porque nunca me había pasado.


El tipo fue hasta la esquina, se quedó ahí un rato, volvió, dio la vuelta a las escaleras, pasó por detrás de mí, volvió a pasar por enfrente, dio una vuelta por la plaza y, finalmente, se sentó en un banco casi en frente de donde estaba yo aunque separados por 20 metros, más o menos.


Yo estaba con los nervios de punta y colorado como tomate. Tenía la idea de que toda la gente alrededor nuestro se iba a dar cuenta de que habían dos putos frente a la catedral!!

Casi sentía los ojos de la estatua de la Virgen en mi nuca (las estatuas, sean de quien sea, siempre me incomodaron, salvo en fotos).


Pero mirando de reojo a la gente, me dí cuenta que cada cual prestaba atención a lo suyo, sobre todo en un lugar tan transitado como aquél. Estaba lleno de familias que caminaban chupando conitos de macdonalds, grupos de gente joven que pasaban riendo y gritando, algún que otro solitario que caminaba apurado…


Y estaba el gay bigotudo que me miraba desde aquel banco de la plaza San Martín.


Todavía no sé bien porqué, pero en un momento me levanté y empecé a caminar hacia la zona peatonal. Como una cuadra más allá me dí vuelta y ví que el tipo me seguía. Me paré, entonces, haciéndome que miraba los zapatos de una vidriera cerrada y esperé a que llegara hasta mí. Pero entonces, y como suele pasar en estos casos, apareció una familia gritona y con conitos que se paró a mirar la misma vidriera mientras yo volvía a sentir toda mi sangre en la cabeza. En un segundo empecé a caminar a toda velocidad y al rato estaba como a 5 cuadras de ahí. Casi había corrido, y el bigotudo en un momento se había frenado como esperando que yo volviera. Un rato después, ya no había rastro de él.


Así fue como corté relación con el primer gay de mi vida, al cual no volví a ver jamás.


Simplemente, me fui caminando. Rápido y sin parar, pero sin correr. Todo un presagio para mi futuro, ahora que lo pienso.


Y a la noche siguiente, por supuesto, volví a la escalera de la catedral a sentarme un rato. Esta vez, además de las familias chupaconitos y los grupos de adolescentes gritones, noté a varios tipos que pasaban caminando solos y con ese mismo algo en la mirada que tenía el bigotudo de la noche anterior. Algunos se quedaban un rato mirándome como esperando algo. Pero yo estaba en medio de mi estudio de campo y esa noche me había propuesto mirar de reojo y nada más.


Conté al menos 20 gays en media hora.


Mi reacción, al principio, fue de incredulidad absoluta. Me sentía como Homero Simpson en la fábrica metalúrgica cuando empieza a sonar “Everybody Dance Now”.



¿Qué pasaba?? ¿El mundo se volvía gay de repente???

¿Porqué todas las otras veces que me había pasado horas y horas en la catedral esperando a algún amigo no había visto nunca ni a un solo gay?


¿Porqué habían sido invisibles los gays hasta aquel verano de mis 21 años???


Para colmo, la cosa superaba a la catedral, porque caminando por la peatonal siguieron apareciendo locas que caminaban muy mironamente y se detenían frente a alguna vidriera si alguien les devolvía la mirada.


Ya en la parada del colectivo empecé a plantearme diversas hipótesis. Primero pensé que el mundo había cambiado en los 90 y se había vuelto más tolerante para abrir el nuevo siglo. Pero una supuesta mayor tolerancia significaría que los gays estarían andando seduciéndose y levantándose por la calle abiertamente, y eso no era lo que yo había visto. Nadie se había dado cuenta la noche anterior de que el bigotudo y yo estábamos en plena danza del apareamiento gay. Había sido un juego de miradas y pensamientos entre dos personas que se dio en medio de las miradas ciegas de los demás. En realidad, era una práctica de seducción más propicia para un ambiente intolerante.


Y no creía realmente que hubiera mucha más tolerancia en el siglo XXI, pero era obvio que los gays no necesitaban ser tolerados para levantar tipos por la calle (¡Y encima frente a la catedral, locas blasfemas!).


Después se me ocurrió algo más lógico. Seguramente habría por allí cerca un boliche gay, un sauna, un bar, algún punto de encuentro de gays que generaba todo ese circuito de locas pululando por la zona céntrica. Efectivamente, más tarde me enteré de la existencia del Beep Pub y otros lugares, pero, también me dí cuenta que las locas que andaban por la calle levantando tipos no solían entrar a ningún lugar, sólo deambulaban por la calle y, casi siempre, sin un peso, (por temor a los robos, riesgo ineludible).


Además, en mis siguientes exploraciones de campo, descubrí que el “circuito gay” no se limitaba a la peatonal 9 de Julio y a la plaza San Martín, como creí al principio, sino que se extendía desde la Costanera hasta la Boulevard San Juan, desde la Cañada hasta la Maipú. Es decir, el microcentro entero. Y un poco después, descubrí que el parque Sarmiento tenía su propia zona gay, con cueva del oso y todo.


Pronto, e inevitablemente, comencé a charlar con esos tipos que deambulaban por la calle con la mirada de una diana cazadora y, así -además de hacer un par de amigos muy buenos- incorporé una nueva palabra a mi vocabulario: “shiro”. El verbo shirar había sido inventado para describir esa acción de andar de levante, pero yo, en toda mi inocente (por no decir estúpida) vida, nunca había registrado esa palabra. Y eso que, como todo adolescente argentino noventoso habría escuchado/cantado 9000 veces “Mariposa Teknicholor”, de Fito Paez. Pero nunca fuí de molestarme mucho por el sentido de las canciones que se ponen de moda. Prueba de ello es que la primera vez que escuché la palabra “shirando” pensé en She-Ra, la princesa del poder, antes que en Fito (los 80 son más fuertes que los 90, no hay vuelta).


Finalmente, cuando mis conocimientos del tema fueron bastante avanzados (y mis pesadas y diversas virginidades habían quedado por fin perdidas para siempre y felizmente en unos cuantos departamentos del centro cordobés), concluí que hay un circuito gay en todas partes, en todas las calles y barrios, en todas las ciudades y pueblos, sin importar su tamaño o si hay boliches gay o no o si está oscuro o no.


Para que haya un circuito gay sólo son necesarios dos o más gays y saber mirar. Aunque la palabra saber es demasiado fuerte. Sólo hace falta tener la voluntad de mirar. O sea, sólo hace falta atender.


Creo que éste ha sido uno de los descubrimientos más sorprendentes y maravillosos de mi vida. Hasta el día de hoy me parece mágica esa manera en que uno reconoce a los que son como uno sin que nadie más se de cuenta porque, simplemente, a nadie más le importa mirar.


Yo hubiera sido uno de los más grandes campeones del shiro (amo caminar por la ciudad y observar a la gente y, por supuesto, amo mirar tipos y coger con ellos) pero pocos meses después de comenzar mis aventuras shirezcas, conocí a un chico que me habló del Chat y, con aún más torpeza que en el shiraje, comencé mi vida chatera también a mis 21 años.


Costó bastante al principio. Las primeras veces tardaba un minuto en poner “hola” porque no encontraba la tecla de la h y así me quedaba hablando solo porque no había loca que me tuviera paciencia (y porque aún hoy no puedo superar mi estúpido aunque ventajoso odio a las faltas de Ortografía). Tampoco sabía usar bien el Mouse, no entendía la diferencia entre página, pestaña, Explorer, mail y las páginas parecían cerrarse, abrirse y minimizarse solas, sin coincidir con mis deseos. A veces me iba del cyber dejando la computadora toda tildada, pensando que le había roto algo insalvable y rogando por poder escaparme antes que se dieran cuenta.


¡Los papelones que me hubiera ahorrado de haber sabido la palabra mágica “ctrl.+alt+supr” o de la dimensión desconocida que abría el botón derecho del Mouse, que tanto miedo me daba apretarlo sin querer!


Pero la necesidad y el deseo han hecho milagros con los avances humanos y si el homo sapiens sapiens pudo aprender a usar palos y semillas para pasar menos tiempo persiguiendo venados y más tiempo cogiendo en los primeros ranchos de la Historia, no había razón para que yo no pudiera aprender a usar la computadora para dejar de aventurarme en callejones oscuros y concretar relaciones sexuales con mayor seguridad.


Además, el viento de los tiempos trajo muy pronto una instalación de internet en mi propia casa y le dije adiós a los cybers.

Hoy puedo escribir sin mirar el teclado a casi la velocidad del habla, manejo todos los programas básicos y en menos de un minuto encuentro lo que quiera en cualquier buscador. ¡Imagínense lo que cogí gracias al Chat!!


Pero bueno, a pesar de que no me imagino mi vida sin ella, es cierto lo que dicen: la computadora es dañina, te absorbe muchísimo tiempo que podrías usarlo en actividades más sanas que estar sentado reventándote los ojos, la espalda, el codo y el carpo.


El Chat redujo mi tiempo de shiro de entre cuatro y seis horas diarias a cero. Pronto voy a tener que comprarme una de esas bicicletas fijas para chatear o comenzar a enfrentar las temibles consecuencias de la vida sedentaria.


Sin embargo, nadie puede negar lo lindo que es estar al pedo en casa a cualquier hora, con un té, una cervecita o una pizza o lo que haya, despatarrado y desfachatado, escuchando música o viendo videos mientras charlás de Björk con una loca belga, le describís cómo se la chuparías a una loca thailandesa, peleás con una gorda yankee que no se quiere mostrar por cam, le decís por enésima a vez a tu huesito enamorado que no podés ir a verlo hoy tampoco, te informás de los últimos acontecimientos en la vida de Madonna y anotás el cel del tipo con el que vas a coger en el tiempo que tardes en cerrar todo eso, bañarte y llegar al lugar acordado.


Estoy, por supuesto, viviendo las maravillas de nuestra época, con todos sus peligros y sus premios. Y me encanta, porque siempre estuve a favor del progreso, sea del bien o del mal. Hay que tocar fondo o ser mediocre, no hay vuelta. Y amar el presente o ser resentido.


Pero también amo el pasado y, con lo volado que soy, no me cuesta imaginar el mundo del shiro urbano a través de los tiempos (que seguro nació con la misma Çatal Hüyük) y sentir a mi costado romántico florecer pensando en todas las locas de todos los tiempos que habrán pegado levantes al lado de templos, acueductos, plazas, castillos, palacios, etc. Y no sé qué habré leído, visto o escuchado por lo cual este tema estuvo dando vueltas en mi cabeza los últimos meses y hace poco me picó la curiosidad por saber qué sería de ese circuito gay tan tardíamente descubierto en mi vida y tan tempranamente abandonado gracias a mi forzado acceso a los avances informáticos.


Era un martes a la medianoche, había ido a visitar a una amiga que vive en plena peatonal. Al día siguiente no tenía nada que hacer porque era feriado y tenía que caminar unas cuadras hasta la playa de estacionamiento. Era la ocasión propicia.


Riéndome por dentro, pero muy serio por fuera, bajé por la Alvear hasta la Dean Funes, rodeé la plaza, y retrocedí hasta la 9 de Julio, mirando las vidrieras (que ahora sí las miro en serio, será que estoy más viejo).


No veía ningún gay shirando pero tampoco lo esperaba. Suponía que a todas las locas nos había pasado lo mismo y que, hoy 2009, estarían todas encerradas en su casa o en algún cyber viendo con quién iban a coger (y con quién no, también).


Y entonces, apareció él.


Justo cuando, casi media cuadra antes de la General Paz una vidriera de trajes había llamado mi atención, presentí que alguien se acercaba a mí. Cuando las calles están tan desiertas como a esa hora, uno siente a la gente acercarse desde lejos. Quizás ves la figura de alguien que viene caminando desde 4 cuadras más arriba y ya sabés que es un gay shirando. A éste lo detecté cruzando la General Paz, allá a lo lejos. Me quedé esperando, mirando discretamente a aquella figura que se acercaba y cruzando los dedos en mi corazón para que el milenario arte del shiro no hubiera muerto en las frías manos de silicio de las computadoras.


Cuando sólo faltaban unos metros para estar frente a frente, ví un jeans común, un saco de gabardina marrón caca y unos zapatos negros que aflojaban cada vez más el paso. Me dí cuenta que era un chico muy joven el que los llevaba, no tendría 20 años aún, lo cual me alegró mucho. “La juventud no está perdida aún” pensé, alegremente, mientras le decía “Hola”.


- Hola, flaco – dijo él, deteniéndose muy naturalmente como si fuéramos viejos conocidos.


-¿Cómo va? ¿Qué andás haciendo? – le dije lo más seductoramente que pude, mientras lo miraba con rayos X. Parecía algo demasiado flaco, pero tenía los 10 puntos que aportan el ser bien machito.


- Nada, chavón, acá viendo lo que encuentro – dijo, bajando la voz y la mirada. Y antes de que yo pudiera decir nada, me lanzó un desconcertante: -¿Qué tenés?.


-Y…ehmm…- empecé, pensando, como Terminator I, la mejor frase para insertar en la situación: a) Una pija asíííí, b) Un culito que te morís, c) Lo que vos me pidas, bebé, d) Y mirá, yo soy solo activo..., e) Chupar una buena pija, f) No busco nada, sólo miro vidrieras.


Pero de nuevo aquel impetuoso adolescente me ahorró el enviar impulsos de habla a mi lengua.


-¿ Tenés merca? – me dijo, mirándome a los ojos y desviando la mirada al instante (lo mismo que ocurre cuando se pregunta “¿tenés lugar?”)


- Ah…no…yo ehmm…no…-Y se me apagó la voz en un balbuceo. ¿Cómo explicarle a un pendejo drogadicto que yo era una loca treintañera nostálgica de sus 21 años, muy al pedo esa noche, dejándose llevar por los raros impulsos telenovelescos de su corazón, que tiene pocos pero los tiene?


Sólo habían dos opciones, o le decía la frase anterior palabra por palabra o me iba caminando. De nuevo elegí apoyarme en mis piernas y no en mi coraje y salí de ahí lo más rápido que pude. Lo bueno de la peatonal es que, cuando llegás a una esquina, suele haber policías o gente y si sacaste suficiente ventaja entonces nadie te sigue.


Doblé en la General Paz, bastante transitada, como siempre, y llegué a la playa de estacionamiento riéndome todavía. Recién arriba del auto, más calmado, empecé a reflexionar.


El primer pensamiento que tuve fue, como de costumbre, ultraderechista, reaccionario y conservador: todo era culpa del deterioro económico de los últimos años que llevaba a los niños y adolescentes a consumir drogas ilegales, lo cual, para colmo, entorpecía el shiro gay en la ciudad. ¡Si tan sólo la gorda Carrió se enterara de ésto!

Ya me la imaginaba diciendo muy gauchescamente que los jóvenes argentinos consumían merca envueltos en gabardina color caca mientras otras personas se daban con efedrina envueltas en Prada y Louis Vuitton. Eso sin mencionar a los gays que preferían el sano modo de vida nómade, los cuales se quedaban sin espacios (pero difícil que la gorda mencione la palabra gay con un Jesucristo colgando entre las tetas).


Después, más relajado aún, ya en frente de mi amada archivadora de material porno conocida como computadora, chateando a dos manos y un codo, pensé que los gays éramos sólo un grupo más del montón de grupos “diferentes”. Así como dos gays se dan cuenta de su homosexualidad con sólo mirarse a los ojos, también una mujer puede transmitirle a un hombre en una mirada que quiere tenerlo en su cama, o lo mismo un hombre a una mujer, o lo mismo un narco a un drogadicto, etc.


Al final no importa la condición sexual, social o econoómica de la persona.


Lo que importa es la soledad que se siente y la capacidad de mostrarla en los ojos como un deseo de acercamiento. Y eso es lo mágico que tiene el shiro o como se lo quiera llamar.


Lo cual me recuerda al asqueroso e insoportable de Brad Pitt en Entrevista Con Un Vampiro (debo ser la única loca en el mundo que ama las películas de Brad Pitt por las películas en sí y no por él) cuando se encuentra con otro vampiro en una callejuela parisina.



O, un poco más mágico pero igual de clásico, a Rogue y Wolverine en X Men I, cuando se miran de reojo en la barra de un bar suponiendo que el otro también es mutante.



Y, por supuesto, al único diálogo memorable de uno de los mayores bodrios que hizo Madonna en el cine, Body Of Evidence: Rebecca Carlson, una dominatrix sadomasoquista acusada de asesinato cena con su abogado en un restaurant. De repente, él le pregunta:


- Rebecca, ¿cómo te das cuenta que alguien...?

- ¿…tiene los mismos gustos que yo?

- Sí.

- Pues no lo sé…sólo lo miras y te das cuenta.

- Mira alrededor y dime si ves a alguien así aquí.

- ¿Quieres que mire en cada una de las mesas si hay alguien aquí como yo?

- Exacto.

- De acuerdo


Ella mira a su derecha y recorre el lugar con sus ojos hasta encontrar los de él, luego voltea a la izquierda y regresa lentamente su mirada al centro.


- Muy bien…¿quién?

- No te lo voy a decir.

- ¿No me lo vas a decir???

- No, no te lo voy a decir.

- ¿Y porqué no????

- Porque él aún no lo sabe.



No sé quién escribió ese guión y probablemente haya sido copiado de otro lado (como el 99,9 % de lo que hace Madonna).


Pero, realmente, ¿existe una mejor razón para guardar esos secretos?