jueves, 22 de agosto de 2019

Bastardos Con Gloria


Había una vez –hace unos 990 años, para ser más exactos- un chico llamado Guillermo que nació en una tierra situada al norte de Francia habitada por hombres que venían de más al norte todavía y que, por lo tanto, se llamaba Normandía.

Guillermo era nada menos que el hijo del dueño y señor de toda Normandía, el duque Roberto el Magnífico (o Roberto el Diablo, según quién), situación de la cual era posible estar orgulloso y contento.

Pero, como todas las personas, Guillermo también tenía una madre, y su madre era sólo Arlette (o Herleva, según quién) hija de un curtidor de cuero que vivía cerca del pueblo de Falaise a quien, cuenta una leyenda, Roberto el Magnífico/Diablo había visto lavando unos trapos en el río y encandilado por la belleza de la joven se había bajado de su caballo de un salto para cogérsela ahí mismo sobre el barro y la ropa sucia. O -cuenta otra leyenda- había mandado a buscarla con un caballo y un cortejo de servidores para recibirla en su castillo y cogérsela ahí mismo sobre su ducal y medieval camastro de paja, seguramente lleno de  más barro y ropa aún más sucia.

Salís a lavar la ropa y de golpe..."¡Oh, un duque!
¡Y quiere coger conmigo!!". 
Qué hermosa época
la Edad Media. Hoy tenés que entrar a una app
de sugar daddies llena de locas viejas que
encima están más muertas de hambre que vos
(y son aún más pasivas).

De ésto último, Guillermo no estaba muy orgulloso ni contento.

De hecho, tenía grandes problemas para asumir que, por parte de madre, descendía de simples cuereros y que, por esta razón, su todopoderoso padre no había podido casarse con su hermosa pero simplona madre. Ya de chico, abofeteaba a todo aquel que se atrevía a siquiera insinuar que su nacimiento no había sido legítimo y el sólo oír la palabra “bastardo” lo hacía enmudecer de rabia antes de empezar a repartir trompadas y, más tarde, cuchillazos, lanzazos y espadazos.

Por lo tanto, cualquiera que quisiera hacer enojar al pequeño Guille, lo único que tenía que hacer era pronunciar aquella detestable palabra que desquiciaba al único hijo varón del duque normando. Era algo infalible. 

Y así nació el apodo con que sería conocido Guillermo: Guillermo el Bastardo.

Guillermo el Bastardo hubiera sido totalmente olvidado por la historia si su padre se hubiera casado con una princesa y engendrado un hijo varón con ella. Pero resulta que Roberto el Magnífico/Diablo, que apenas tenía 24 años cuando nació Guillermo, andaba muy afligido por toda la gente a la que había matado, torturado, mutilado, flagelado y despellejado en su corta pero intensamente medieval vida (pensar que hoy uno a los 40 de pedo pisó una cucaracha alguna vez). Sobre todo lo torturaba la muerte de su hermano mayor, que había muerto envenenado "misteriosamente" en la celda en que el mismo Roberto lo puso después de rebelarse contra él para vencerlo en batalla y robarle Normandía. 

No es de extrañar entonces que el Magnífico/Diablo, como buen gil de la época, escuchara la prédica de un par de monjes malcogidos que amenazaban con el infierno a todos los que no se arrepintieran de sus pecados y decidiera arrepentirse pero a lo grande, peregrinando a Tierra Santa. Así fue que el casarse y tener un hijo legítimo quedó pospuesto para la vuelta.




Mientras el duque se sacaba la corona y preparaba su traje de mendigo y su bastón de eremita,  hizo jurar a sus barones que reconocerían a Guillermo como futuro duque de Normandía y hasta envió al muchachito a la corte de Francia para que se educara en el siempre luminoso París bajo la protección del rey Enrique I. Todos le dijeron al Magnífico/Diablo que sí, que se fuera tranquilo, que iban a cuidar el ducado para él y su hijo y que la pasara bomba llorando en el muro de los lamentos y que trajera unas aceitunas y un vinito árabe para la vuelta. Por supuesto, apenas se fue, muchos barones normandos se sublevaron y conspiraron contra el bastardito llegando al punto de intentar asesinarlo mientras dormía. El entonces pequeño e indefenso Guille se salvó gracias a un aviso de su bufón personal Gallet el Tonto o Gollet el Imbécil, según quién (habían historiadores en Inglaterra que discutían cuál era el verdadero apodo del bufón ¡lo que es estar al pedo!).

Y cuando llegó la noticia de que el Magnífico/Diablo había muerto en Jerusalém, todos los barones normandos declararon que no iban a seguir a un bastardo y comenzaron una guerra civil contra Guillermo el Bastardo que duraría 10 años.

Quizás si los barones normandos hubieran dicho que no aceptarían a Guillermo como duque por que preferían vivir sin señor feudal, por que les gustaba torturar y expoliar campesinos sin un duque entrometido que quería monopolizar la violencia o por que simplemente se les cantaban las pelotas, hubieran conseguido seguir así más tiempo. Pero cometieron el terrible error de decir que no lo querían por bastardo, consiguiendo que el hipersensible Guille se enojara tanto que se lanzara a rechinar sus dientes, comer espinacas y a entrenarse como milico para poder vengarse algún día. 



Con el tiempo, el bastardito se convirtió en un excelente soldado medieval que poquito a poco arrasó con todos sus enemigos y se hizo con todos los castillos normandos que le habían arrebatado.

Y fue así que Guillermo llegó un día a poner sitio a Alençon, ciudad que se le resistía. 

Mientras el  ya exitoso Guille se paseaba por su campamento discutiendo con sus soldados la mejor manera de tomar la ciudad, los desafiantes Alençonienses (o como se diga) colgaron pedazos de cuero sobre las murallas y empezaron a golpearlos con las lanzas fingiendo que los aporreaban como curtidores mientras gritaban “¡Cueros, cueros para el curtidor bastardo!”.

Rojo de cólera, Guillermo mandó cubrir las murallas de la ciudad con aceite y las incendió hasta los cimientos. Luego, dirigió un ataque furioso contra la irreverente Alencon y tomó prisionera a toda la población del lugar, ordenando a sus guardias que cortaran manos y pies de todos aquellos desgraciados y los dejaran tirados ahí para morir arrastrándose.



Meses antes, Guillermo había perdonado la traición de muchos de sus vasallos, incluyendo a su queridísimo (¡ejem!) primo Guy de Brionne y había permitido a las ciudades conquistadas continuar existiendo bajo su mandato siempre y cuando lo aceptaran como legítimo gobernante. Pero a los alençonianos no podía perdonarlos porque se habían atrevido a pronunciar la fatídica palabra que él no podía oír. Sólo cuarenta años después, unas horas antes de su muerte y pensando que se iba a ir derechito al infierno, decidió -como buen católico imbécilmente medieval que era- arrepentirse con su confesor de aquella salvajada y donar unas cuántas moneditas a algún monasterio lleno de locas closeteras para que rezaran por los mutilados alençonienses.

Pero el episodio de la amputación de pies y manos en Alençon no fue nada comparado con lo que vendría después. 

Resulta que el Bastardo, ya afianzado en su ducado y con sus veinte años cumpliditos, pensó que ya era hora de casarse. Y justo andaba soltera por ahí cerca nada menos que Matilde de Flandes, (o Matilda de Flandes, según quién) hija del conde Balduino V de Flandes el Barbudo (o el Gordo, según quién) y Adela (o Alix, según quién) de Francia, hija a su vez del rey de Francia. Matilde decía, además, descender de Alfredo Magno (o Alfredo el Terrible, según quién) que en aquellos tiempos era como descender de San Martín. O de Claudio Caniggia, si se quiere.

Guillermo envió entonces una embajada a Flandes para solicitar la mano de Matilde, pero justo la flamenca acababa de ser plantada por un abogado sajón muy rubio y muy blanco llamado Brithric el Níveo (o Brithric el Lechoso, según quién). Así que, como Matildita andaba con la autoestima baja, hizo lo que toda mujer y/o loca despechada haría: mandó a decir que jamás una princesa de su alcurnia consentiría en casarse con un bastardo.

Decidlle a ése sucio bastardo que sho soy demasiado para él...
y fijáos cómo hacer para que Brithric se entere de que un
importante y mishonario duque pidió mi mano.

¿Y qué pasó cuando Guillermo se enteró? El señor duque de Normandía, de nuevo rojo de cólera, agarró su caballo y cabalgó solito hasta la ciudad de Brujas, donde encontró a Matilde a la salida de una iglesia. Al verla, desmontó y, según algunos historiadores noveleros, le dijo “Recibí tu respuesta, he aquí la mía”. Y acto seguido, la agarró por las trenzas y la tiró al suelo, le hizo trizas el vestido, la cagó a trompadas, patadas, latigazos, escupidas y vaya a saber uno qué más mientras le soltaba palabras muy poco propias en la boca de un duque. Después, ya más tranquilo, se volvió a su ducado, dejando a la princesa flamenca inconsciente y tirada en medio de la calle.

Por supuesto, cuando Matilde recuperó la consciencia, lo primero que dijo fue “Quiero casarme con Guillermo el Bastardo, pero sha!!”

A mucha gente le costó entender aquella reacción y la creyeron loca. Incluso hoy más de un historiador comenta el cambio de opinión de la princesa flamenca como una curiosidad inexplicable. Supongo que ninguno de esos historiadores fue aporreado nunca por un duque normando de 1,78m (en aquel tiempo, éso era ser alto) con botas de cuero, piernas de rugbier y melena de vikingo. Al menos para mí, esos datos son suficientes como para entender –y felicitar- a Matilde, pero el tema de este post no son las betas sadomasoquistas del amor sino el enfurecimiento ante ciertos apodos, así que olvidemos esta encantadora y romántica anécdota histórica por el momento.

Pegáme y decíme Matilde cuando quieras, ducazo.

Después de unas ceremoniosas embajadas y visitas de cortejo más donde no hubieron insultos ni golpes (al menos en público), Guillermo el Bastardo terminó casado con Matilde de Flandes.

Y un par de meses después de su casamiento, ocurrió un milagroso cambio en Guillermo. De golpe, aquel severo y salvaje normando comenzó a reirse de su apodo. Hasta empezó a firmar todos los documentos con el nombre de Guillermo el Bastardo y nunca más tuvo un ataque de rabia al escuchar esa palabra si no que reía con todos aquellos que lo llamaban así y hasta se burlaba él mismo de su condición.

¿Qué había pasado? Algunas novelistas de Corín Tellado (sí, leo Corín Tellado y me la banco, como Guillermo) proponen la tesis de que el dulce y tierno amor de su esposa había apaciguado su temperamento al punto de lograr comprender mejor al mundo y a los demás. Otras un poco más eróticas (sí, también las leo) creen que el hecho de haberse casado con la mujer más rica de la zona, con la cual tuvo 10 hijos (uno de ellos fue mi ya posteado Guillermo Rufo, que les salió puto además de sadomasoquista) y se divirtió a lo grande, le hizo darse cuenta que no tenía por qué avergonzarse de nada. Y algún atlas histórico y chismoso del que nadie se molesta en comprobar las fuentes supone que la juiciosa y políticamente hábil Matilde le dijo a Guillermo que, si dejaba de enojarse tanto, la gente lo iba a querer y respetar más.

Fuera por la razón que fuera, el que había cortado manos y pies y abofeteado a una princesa por haber sido llamado “bastardo” ahora era el primero en hacer chistes con su ilegitimidad y en celebrar todo chiste que terminara con alguien llamándolo bastardo. Y, efectivamente, la gente dejó de llamarlo bastardo porque, si el duque no se enojaba, no tenía gracia.


Para colmo –y quizás en recompensa por ese cambio de actitud- unos años después, en 1066 para ser exactos, Guillermo desembarcó en Inglaterra, derrotó al rey Harold en la famosa batalla de Hastings y se convirtió no sólo en el nuevo rey de Inglaterra sino en el fundador de la nueva dinastía de reyes que, aún hoy, gobierna ese país (con algunos saltos familiares, parlamentos y revoluciones de por medio). Eso fue suficiente para que Guillermo el Bastardo pasara a la historia como Guillermo el Conquistador, nombre con el que pueden encontrarlo en cualquier lista de gente importante.


Hace unos meses, un señor anónimo me comentó que, si bien se divertía con mi blog, desaprobaba mi manera de referirme a los homosexuales como “locas”. 
Quise contestarle de esta manera.

Porque si la historia de Guillermo de Normandía enseña algo es que el día en que dejás de preocuparte por tu bastardía pasás de ser duque a ser rey. 

Sin duda a muchos gays no les gusta ser catalogados de “locas” porque el término suele usarse de modo peyorativo. De hecho, en alguna época era lo mismo que decir “puto” o “maricón”, hasta que los mismos gays comenzaron a llamarse a sí mismos de esa manera y a bromear con el término, privando a los heterosexuales y –sobre todo- a los homosexuales tapados, de un insulto más para denigrar a los gays.

El miedo a las palabras es más fuerte en aquellos que tienen algo vergonzoso de sí mismos para ocultar, como lo tenía Guillermo. Por éso, la mejor respuesta siempre es el orgullo. 

Decir "sí, soy bastardo, ¿y qué?", decir "sí, soy puto ¿y qué?" no sólo sirve para querernos un poco más a nosotros mismos por lo que realmente somos si no que también tira la pelota al otro, que de repente se ve obligado a explicar cuál es su problema con nuestra bastardía o nuestra homosexualidad. Lo pone en el lugar de discriminador, de intolerante, de vigilante, de chismoso, de moralista, de retrógrado, de vieja gorda de barrio. En una palabra, lo pone en el lugar de hijo de puta, que es justamente lo que  es pero no quiere reconocer bajo ningún concepto.

Es decir, lo enfrenta con su propia bastardía.

En esta época en que cualquier cosa que decís puede hacer que te tachen de machista, feminista, homofóbico, homofílico, kirchnerista, antikirchnerista, carnívoro, vegano, etc. vemos a muchos machirulos/homofóbicos/retrógrados preocupadísimos porque les hemos tirado la pelota en la cara y ahora tienen que decir "sí, soy machirulo ¿y qué?".

Y obvio, no es tan fácil estar orgulloso de que uno es un hijo de puta. 

Es más fácil estar orgulloso de que nuestra madre no era duquesa o de que nos gusta la pija pero no nos pasamos la vida odiando, discriminando, persiguiendo y/o asesinando.

2 comentarios:

  1. Rubio publica un post con las anécdotas de las teteras en el parque Sarmiento que viviste en carne propia o que te contaron terceros!! Por favor jaja

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