viernes, 15 de mayo de 2009

No es histeria, es estrategia...


Dicen que en las parejas siempre hay uno que está más enganchado que el otro. Siempre hay uno que ama más al otro, que necesita más del otro, que lo cela más…


Y supongo que éso se puede aplicar a cualquier tipo de pareja, incluyendo a las amistades. ¿Quién no tuvo alguna vez un compañerito o una vecinita o alguien por ahí que querían ser nuestros amigos cuando para nosotros era igual verlos o no?


Por supuesto, ese deseo tan apasionado por lograr nuestra amistad siempre es contraproducente, porque vagos y vanidosos como somos, nos dejamos buscar y halagar por nuestros “admiradores” sin nunca concederles lo que nos piden.


Pero bueno, voy a dejar de evadir las culpas y abandono el uso del plural para concretar en mi caso. Mi caso se llama Augusto.


Augusto era un compañero que tuve en la primaria y en los primeros años de la secundaria cuyo mayor propósito en la vida parecía ser convertirse en mi mejor amigo. Para lograrlo, Augusto siempre me cedía todo: sus juguetes, sus útiles, sus figuritas de los Super Amigos, su lugar en cualquier fila y, más tarde, su dinero, su comida, su ropa, su mochila para guardar mi ropa, su VHS para grabar los Thundercats son algunas de las cosas que recuerdo.


No se trataba de que me “regalara” ni que me “diera”. El verbo adecuado es “ceder” porque él dejaba de usar sus cosas para que las usara yo. Y parecía que a cambio de ello yo sólo tenía que dignarme a ser su amigo, lo cual significaba simplemente pasar algo de mi tiempo libre con él.


Y antes de que lo piensen (si es que no lo han pensado ya), Augusto no era gay. Es decir, hasta donde yo sé, porque dejé de verlo a los 13 o 14 años. Si es gay ahora o no, sería secundario, lo importante es que él no estaba enamorado de mí ni me buscaba por deseo sexual ni tenía una fijación con los hombres, ni nada por el estilo. Augusto quería un “mejor amigo” y, por alguna extraña razón, me eligió a mí de víctima.


Probablemente, lo que lo atrapó de mí fue mi frialdad para con él y para todo lo que hacía. Me era totalmente indiferente lo que hiciera o dejara de hacer, por más que me beneficiara a mí. Supongo que eso le hizo desear ser mi amigo.


Si me pongo a analizarlo detenidamente, creo que fue la persona que más daño me causó en la vida, porque hasta el día de hoy soy un colgado en miles de cosas por su culpa…siempre confío en que Augusto va a traerme la lapicera que me olvidé (o más bien, que nunca compré) o me va a prestar la suya.


Y así como en las pequeñas cosas, también en las grandes noto dejos de mi trauma “augustiniano”: detesto que mi pareja, mi saliente, mi huesito o el pelotudo que me levanté por chat me cedan algo o tengan el más mínimo gesto cordial hacia mí, como pagar una cuenta o abrirme una puerta…y después, claro, termino sin plata y bufando a los cuatro vientos porque no hago más que atender nenes caprichosos. ¡Por Dios, mi vida es un desastre!!! ¡Maldito Augusto, como si necesitara más histeria yo!!!


Pero bueno, no quería escribir ahora sobre esos grandes traumas que me dejó mi relación con aquel muchachito (a eso le dedicaré otro post o buscaré un psiquiatra) sino sobre un detalle más pequeño pero igualmente molesto que aún hoy me atosiga y que tiene que ver con los celos de Augusto.


Porque Augusto era celoso pero no de esos celosos que hacen escenas espeluznantes sino de los que censuran en silencio y después aprovechan el primer momento en que te sientas sensible por cualquier cosa para darte con un caño…


“Mirá, Rubio, yo te digo esto porque sos mi amigo, nada más, pero Luciano te busca solamente cuando quiere andar en bici porque vos le prestás la de tu hermano, pero sino, no te buscaría nunca. El no es tu amigo de verdad. Es un interesado (Esto me lo decía cada vez que Luciano no me pasaba la pelota cuando yo tenía el arco solo).


“Rubio, a vos te invitaron a la fiesta porque tenés el casette de Bon Jovi para llevarles, sino no te invitaban ni en pedo. No son tus amigos esos. Se aprovechan de vos.” (El muy lechuza me llamaba por teléfono el sábado a la tarde sólo para decirme eso mientras yo, ilusionado con la fiesta, me peinaba la melena sintiéndome Axl Rose).


“Tu vieja siempre que está deprimida te busca a vos pero cuando anda bien ni bola te da. Date cuenta, Rubio, tu vieja te usa.” (El muy atrevido me lo dijo en un campamento de catecismo, tras escuchar a un cura desubicado afirmar que no habían pruebas de que María hubiera asistido a la crucifixión).


¿Cuál es el resultado de éstas y tantas otras frases con que Augusto taladró mi vulnerable e inocente cerebro infanto-juvenil? Que hasta el día de hoy, cuando alguien me llama por tel o viene a casa para invitarme a hacer algo (sea ir a tomar mate, al cine, a cenar, a bailar o a coger) siento la vocecita de Augusto en lo más hondo de mi ser que me dice: “Te invita porque es un interesado, no porque sea tu amigoo te quiera de verdad”.


Y así es que, en mis momentos de paranoia augustiniana me pongo a pensar locuras: “Mariela me llama sólo cuando algún tipo la deja”, “Gabriel me busca para salir sólo cuando su esposa está de viaje pero las esposas de sus amigos, no”, “Alfredo me invita a salir sólo cuando quiere emborrarcharse en algún barsucho”, “Iván me comenta el blog sólo para que yo le comente el suyo”.


Por supuesto, también tengo a veces algún amanecer en mi cama, con la gata ronroneando en mi axila y los pajaritos cantando en la higuera del vecino mientras pienso que todos los seres humanos nos buscamos por algo y que está bien que así sea, que por algo somos valiosos para los demás como ellos para nosotros y que el universo tiene un orden y que la paz interior es infinita y que Gandhi y el Che vivirán por siempre…


Pero después la vida vuelve a la normalidad: la gata salta juguetonamente y me voltea el perfume, los pajaritos dejan blancas las baldosas de mi patio, los zurdos de la facu interrumpen mi clase para decir, con los ojos desorbitados, que ésta es la última crisis del capitalismo y un pelado se sube a mi colectivo para vender libros de filosofía hindú cuando lo único que quiero es mirar gente por la ventana y ensordecerme con el ruido del motor y de los frenos del bus.


Y es entonces cuando me asaltan las paranoias de nuevo. Y entonces maldigo a Augusto, donde quiera que esté, por haber despertado tanta desconfianza en mí con respecto a la amistad…ni hablar del amor.


Pienso que un cáncer de colon sería poca desgracia para él y lo imagino cayendo por un peñasco lleno de espinas y rocas puntiagudas una y otra vez mientras sonrío leve y placenteramente. Y la estúpida de mi consciencia me dice: “Pero él no te hizo ningún daño intencionalmente…él sólo quería ser tu amigo”. ¿Y qué me importa a mí la falta de intención de Augusto 10 o 15 años después? Ahora yo tengo que sufrir las consecuencias mientras él seguro sigue atosigando a otro sin ninguna secuela.


¿O quizás sí tuvo su secuela? ¿Estará Augusto hasta el día de hoy frustrado porque nunca lo pasé a buscar ni lo llamé por teléfono? ¿Pensará que nadie quiere ser su amigo? ¿ Será un asesino serial que sólo mata gays rubios (pero no sin antes cederles su propia lápida para que tengan dónde escribir su epitafio)?


Lo más justo sería que él tenga alguna secuela como la que me dejó a mí. Pero después pienso que, en realidad, él debe haber sufrido lo suyo mientras yo no condescendía a ser su amigo y ahora me toca sufrir a mí por culpa de él. ¡Maldito equilibrio universal!


Bueno, todo este recordar a Augusto me sirve para dos cosas. Una, para explicar el misterioso pánico que me agarra cada vez que abro el Facebook. A veces sueño que Augusto me encuentra en la web y escribe en mi muro: “Ese te agregó a su lista de amigos sólo para hacer bulto” y me despierto gritando y con ganas de hacer añicos la computadora con un hacha medieval.


La otra cosa, aún más importante (existe un mundo más allá del Facebook), es que me está gustando mucho un chico y mis amigos/as me critican mi forma de seducirlo: hacerme el indiferente.

Todos me acusan de histérico, presumido y hasta de tarado por mi estrategia, pero qué les juego que termina rendido a mis pies como Augusto (¡brr!!!) cuando vea que no hay forma de conquistarme…


Lo malo es que, si no llego a lograrlo, ahí sí tendré que asumir que Augusto realmente me cagó la vida hasta en mis formas de cortejar. Si eso llegara a ser cierto, tendré que buscarlo yo en el Facebook y asesinarlo muy lentamente para sepultar mis fantasmas.


La verdad, cualquiera de los dos resultados me complacerían bastante.