viernes, 19 de noviembre de 2010

Crisis de los 30

Cuando cumplís alrededor de 30 años te das cuenta que existen dos grandes clases de personas en el mundo: los que disfrutaron su adolescencia y los que no.


Los primeros suelen estar gordos, arrugados, mal vestidos y, por supuesto, casados y con hijos o, al menos, en pareja estable (y, seguro, aburrida) con alguien. Los segundos suelen estar luchando contra el tiempo con todo lo que tienen a su alcance (gym, dieta, cremas, cirugías, psicólogos, psicofármacos, yoga, religiones orientales, tarot, brujería, etc) y saltando eufóricamente de una pareja a otra (o, más bien, de una cama a otra).

Y, por supuesto, publicando en el Facebook miles y miles de fotos aburridas de sí mismos y su entorno, acompañadas por frases melosas que ni a Arjona se le ocurrirían.


Y claro, los gays entramos casi todos en la segunda categoría, ya que es difícil encontrar un gay que la haya pasado bien en su adolescencia.


Incluso aquellos que la pasaron bien o que la disfrutaron (hasta donde pudieron), la pasan mejor después de los 20 años, cuando por fin pueden hacer la vida que les gusta y desearon siempre, es decir, cuando por fin pueden comerse todas las pijas que siempre quisieron (o, al menos, intentarlo).


Quizás algún hetero saltará diciendo que tampoco tuvo una adolescencia fácil.


Y seguro puede ser así, pero hay ciertas cosas que sólo las locas sufrimos cuando somos adolescentes. Y no hablo sólo de la hora de gimnasia, cuando te elegían al último al armar un equipo de fútbol (o ni te elegían) o cuando tenías que tragarte la timidez y sacarte la remera para jugar “chombas contra cueros”.

Tampoco me refiero solamente a que te tuvieran de punto todo el tiempo para rebajarte, insultarte, golpearte, escupirte, dibujarte comiendo pijas en los bancos y en el pizarrón, tirarte chicles en el pelo, quemarte con cigarrillos y robarte la cartuchera dos o tres veces por semana.


Me refiero a cosas más importantes, como, por ejemplo, no poder pasarte una noche entera llorando y escuchando Laura Pausini (bueno, yo fuí adolescente en los 90) sólo porque habías cortado con otra noviecita (o porque te habían cortado al enterarse que habías tranzado con otra). Como mucho, podías vivir los romances ajenos a través de las tonteras que contaba alguna amiga o que leías en su diario íntimo, con o sin permiso.


Tampoco podíamos ir a un boliche y bailar/levantar/tranzar con todo aquel que quisiéramos (bueno, tampoco es que en un boliche gay se pueda hacer lo mismo tan fácil, pero al menos está la posibilidad y no la prohibición), sólo podíamos mirar de reojo a los chongos más lindos y fingir que estábamos detrás de alguna boludita de otro curso.

Hasta podíamos fingir y tener una noviecita, real o imaginada, por ahí y después llorar cuando escuchábamos a una loca más closetera que nosotras cantar la climatera frase “...fuego de noche, nieve de día...”.


Pero era fingido. Y por mucho que uno disfrute las mentiras y los fingimientos, nada se disfruta más que la verdad y lo real.


Por éso es que la adolescencia del gay suele ser, a veces, una enorme representación teatral donde nunca somos realmente nosotros mismos y donde nos acostumbramos a las mentiras y al fingimiento y hasta, quizás, les agarramos el gusto.


Y cuando termina esa larga representación, empieza –para algunos- la vida real. Empiezan las salidas a lugares gay, el juntarse con gente gay, el encamarse con otros gays, el formar pareja con algún gay, el meterle los cuernos con otro gay, el llorar porque nos dejaron por otro gay y etc gay.


Y es entonces que con veintipico de años encima nos largamos a vivir esa estúpidamente vana y romántica adolescencia que nunca pudimos tener. Pero después de los 20, las cosas ya no tienen el mismo sabor a desconocido ni uno tiene el mismo entusiasmo quinceañero. Las bolas de espejos y los rayos lásers nos parecen huevadas de las más grandes y la música a todo volumen comienza a molestar tanto como el humo del cigarrillo.


Y aún así empezamos a salir como nunca antes, porque ahora realmente estamos entre tipos que, en teoría (una graaan teoría), tienen nuestros mismos gustos sexuales y no una extraña y a veces incomprensible fijación por la vagina y las tetas.Ahora, en teoría, estamos viviendo en serio.


Y salimos y salimos y no dejamos de salir, como adolescentes alterados. Luchamos contra la grasa y las arrugas, contra el cansancio físico y psicológico y, también, contra la amargura y las decepciones. Y vivimos una nueva representación teatral pero esta vez con más tiempo en el camarín, con más sesiones de maquillaje, más vestuario y más trucos de luces, porque sabemos que hay mucha competencia y que es raro que alguien se quede mucho tiempo sentado mirando la misma obra.


Sí, ya sé, es una exageración. Hay mucho más en la vida que la actuación.


Pero fíjense alguna vez que vayan al teatro lo que pasa con el público cuando termina la función y se prenden las luces. Muchos aplauden y se van inmediatamente. Pero a otros les cuesta más salir del teatro. Siempre están los que se quedan gritando “¡otra!¡otra!”.

Y también hay actores a los que les cuesta más bajarse del escenario.


Pero me fuí, el tema acá es la adolescencia perdida.

Porque, hablando desde mi experiencia (y de lo que observé en otros), nunca me molestaron mucho la discriminación contra los homosexuales, la intolerancia, la falta de derechos, los insultos, las frases del Papa o de Mirtha Legrand, etc. Quizás tuve la suerte de no sufrirlos demasiado o soy demasiado frío para que esas cosas me molesten.


Lo que sí me molesta, a veces, es pensar que me educaron para ser heterosexual y que, por eso, me perdí tener una adolescencia gay.


No digo una infancia gay, porque creo que en la infancia es cuando más somos quienes realmente somos, sin teatro ni rótulos. Y de alguna forma, tuve una infancia gay sin saber la palabra.


Pero cuando era adolescente, me hubiera gustado tener amigos gays como tengo ahora, salir a lugares gays como salgo ahora, coger con chicos como cojo ahora…hasta quizás tener un novio como no tengo ahora. Me hubiera gustado boludear y ser romántico, pelotudo y cíclico como cualquier adolescente. Pero serlo en serio y no sólo fingirlo. Me hubiera gustado escribir esas cartas de amor a los chicos que me gustaban y no a las chicas con las que fingía ser hetero.


No sé, todo un mundo de boludeces que me perdí, que viví fingidamente hasta donde pude. Quizás por eso ahora me choca tanto la gente que sigue fingiendo ser hetero a mi edad o, peor, más grandes. Porque, para mí, lo importante no es tanto el hecho de ser luchador, progre, activista, iluminista, rainbow warrior, etc. Lo importante es vivir a pleno cada momento que te va ofreciendo la vida. Y para vivir a pleno, no queda otra que dejar de mentir y fingir.


Yo ya me perdí la adolescencia representando el papel de un rubio hetero, no me voy a perder mi treintena o como se llame haciendo lo mismo o algo parecido (aunque sí voy a usar el cubreojeras, tampoco es cuestión de abandondar la actuación definitivamente).


De todas formas, tengo que admitir que no la pasé tan mal en la adolescencia. Fue sin duda la peor de las etapas de mi vida por muchas cosas -principalmente por la falta de madurez- pero tampoco fue tan terrible.


Pero, por otro lado ¿qué otra opción había?


No puedo culpar a mis padres ni a mi país ni a los curas ni a la tele por educarme para ser heterosexual cuando yo era y quería ser gay. Primero porque no había un manual para educar a un gay (aunque, si quieren reírse de la psicología setentona, lean el Socorro, tengo un hijo adolescente), ni una escuela para gays, ni una Iglesia para gays, ni programas para gays (salvo, quizás, El Club De Madonna y los Thundercats). Y segundo, que si hubieran habido, probablemente hubieran sido para peor. O no. De todas formas, no tiene sentido especular con eso, como tampoco tiene sentido enojarse por una violencia simbólica que era inevitable sufrir.


A veces, imbuido por un espíritu progresista, pienso que se podría hacer algo para que los chicos gays de ahora y del futuro no tengan que sufrir éso. De hecho, parece que los adolescentes de hoy la tienen mucho más fácil de la que la tenía yo o la generación anterior (ni hablar de más allá de los ’70).


Pero creo que es sólo una apariencia o sólo un tímido comienzo. Que se está produciendo un cambio es innegable. Que ahora nos podamos casar, que podamos adoptar, que hayan empresas que prefieran empleados gays y que la Ricky y Tiziano por fin se hayan animado a decir lo que todo el mundo dijo siempre de ellos (salvo un par de fans desneuronizadas) es realmente impactante si uno piensa lo que eran las cosas 15 o 20 años atrás (y estoy hablando sólo de Argentina). Pero igual todavía hay gente que sale a la calle a gritar que la homosexualidad es una enfermedad, un pecado, una desviación o –peor- una elección.


Aunque eso no es lo peor.


Lo peor es que hay homosexuales, sobre todo de más de 30 años, que lo creen.


Y, debido a esa creencia, siguen actuando y fingiendo ser algo que no son, para que no los señalen ni los miren raro ni los escupan ni les griten “puto”. Sigue el teatro y se pasa la vida…(a menos que conviertas al teatro en tu vida, pero nadie es tan buen actor).


Y sí, no es lindo que te discriminen. Pero la cuestión está en creer o no creer que sos un enfermito o un desviado o que Satán te murmuró al oído que chuparas una pija.


Porque si vos crees que estás enfermo, obviamente te va a molestar que te lo digan, porque en el fondo también pensás que ser puto es algo feo/malo/diabólico, etc.


Pero si creés que estás sano, te resbala cualquier cosa que te digan. Y no hace falta que estés orgulloso de ser gay y salgas a gritarlo con una peluca y a decir lo mucho que te gusta que te duela la cola. Todo eso es secundario y episódico.


Lo único que importa es no creer que estás enfermo.


Obvio que eso no soluciona todo: la discriminación sigue estando (y seguramente nunca dejará de estar). Pero al menos, si te animás a creer que no está tan mal ser gay, que besar a otro hombre es lo más y que quizás sí se puede entrar al paraíso con la cola rota, no tenés que pasarte otra etapa más de tu vida fingiendo ser algo que no sos.


Porque peor sería que a los 60 años te des cuenta que te vas a morir sin haber sido nunca lo que realmente eras. Y a los 60 no creo que esté bueno andar subiendo fotos de tus arrugas al facebook.