miércoles, 6 de agosto de 2008

La Loca y La Loba

Después de haber hablado de Ricardo Corazón de León y Guillermo Rufus, me siento como si tuviera una tarea incompleta, ya que, si de monarcas ingleses gays se trata, Eduardo II es sin duda el más gay de todos.

Y digo más gay porque, si bien tanto al Corazón de León como al rey rojo les gustaba "la carne de chancho", como gustan decir los cordobeses hoy, Ricardo destacaba por su virilidad militar y Rufo por su carácter medievalmente salvaje.

Eduardo II, en cambio, no dejaba lugar a dudas a nadie: era una loca hecha y derecha. Al verlo, uno pensaba que, si no hubiera sido rey, habría sido peluquero.

Y no es que Eduardo II careciera de atractivos. Era todo un Plantagenet, es decir, un rubio alto, de barba dorada y ojos azules, con cuerpo de atleta. Pero este gringote barbudo no pasaba su tiempo ni probando espadas, ni armando ejércitos, ni cazando ciervos, ni atorándose en banquetes de ochenta platos y vinos diferentes; prefería beber agua fresca saborizada levemente con miel y limón, probarse joyas y vestidos de todas clases, diseñar detalles de arquitectura para sus castillos, charlar sobre jardinería y disfrazarse con unos cuantos amigos íntimos para representar obras teatrales en sus habitaciones.

Si es cierto que en los juegos y pasatiempos es en donde los hombres muestran su verdadera personalidad, creo que no hace falta explicar más nada. Pero igual, una lista de reyes gays sin Eduardo II estaría gravemente incompleta. Por lo tanto, siento la urgencia de escribir sobre él.

Su vida transcurrió en una de las épocas más apasionantes de la historia, el siglo XIV, la época en que el feudalismo comenzó a caer a pedazos por toda Europa y en donde vivieron tantos personajes interesantes que no sé por dónde empezar. Así que, para no perderme, mejor empezar por el comienzo.

Eduardo II era hijo de Eduardo I, apodado Piernas Largas. El zancudo fue uno de los reyes más respetados y temidos de la historia inglesa. Participó heroicamente en una cruzada, conquistó de una vez por todas al país de Gales y dedicó casi todo su reinado a intentar hacer lo mismo con Escocia. Además, tuvo muchas hijas que lo adoraban y jamás le metió los cuernos a su primera esposa, Leonor De Castilla, una de las mujeres más virtuosas y aburridas de la historia. Lo más interesante que hizo esta reina en su vida fue acompañar a su esposo a la cruzada y salvarlo de la muerte al chupar el veneno de una herida de flecha que recibió él allí.

Es decir, Eduardo I y Leonor eran la pareja perfecta. Esposos ejemplares -es decir, sexualmente apáticos-, administradores sobrios -es decir, amarretes-, gobernantes justos -es decir, antisemitas- (Eduardo I hizo salir a todos los judíos de Inglaterra para que fueran ahogados en una playa desierta) y, por supuesto, reverendos católicos.

Con semejantes padres, difícil que uno no salga gay.

Eduardo II fue el único hijo varón de la muy feliz y católica pareja real. Nació justamente cuando su padre acababa de conquistar Gales, así que, a los pocos días de nacer, Eduardo II obtuvo el título de príncipe de Gales, que en adelante sería el título de todos los herederos de la corona inglesa. Poco después, su madre murió y Eduardo II tuvo que crecer solito con sus malcriadas hermanas mayores y, por supuesto, su zanquilargo padre.

De niño, Eduardito ya mostraba ciertas inclinaciones que desconcertaban a todos, como colocarse telas sobre la cabeza para simular que tenía el cabello largo "como el de una doncella" o robarse los collares, pendientes y sortijas de sus hermanas, sobre todo de Juana, futura reina de Escocia (y una loca total). A Eduardo, como a toda loca, le gustaba mucho mirarse al espejo, pero en su época sólo existían espejos pequeños, de manera que él y Juana decidieron una vez cubrir las paredes de una habitación con docenas de espejitos para poder verse desde diversos ángulos, provocando la ira del Piernas Largas, que los rompió uno por uno con el palo de una escoba.

Por supuesto, el Zanquilargo no iba a permitir que su hijo y heredero siguiera con esa conducta tan afeminada. Tenía que enderezarlo a como diera lugar, pero como él estaba muy ocupado para prestarle atención a su hijo, tomó la sabia decisión de colocarle un tutor bien rudo, viril y masculino que le quitara esos hábitos de doncella y le enseñara a ser un hombre. Y para asegurarse de que el tutor fuera realmente un machote con todas las letras decidió escogerlo entre los caballeros de menor alcurnia, de esos que sólo entendían de caballos y torneos y despreciaban la poesía, los vestidos y las ligerezas así.

El elegido fue Piers Gaveston, un joven caballero gascón bastante humilde pero con fama de ser un excelente jinete. El rey vió que Gaveston no era muy agraciado: era un morochote de aspecto ceñudo, con cejas muy espesas, músculos gruesos y mucho vello en el pecho. Siempre olía a caballos y cuero y, además, tenía cara de mataputos. Era precisamente el hombre que el Zanquilargo necesitaba para su hijo así que lo llevó a la corte para que fuera compañero de Eduardito que, a la sazón, era un tímido rubiecito de piel rosada atravesando la conflictiva etapa de la adolescencia. El principito tenía necesidad de compañía de algún hombre que se mostrara seguro de sí mismo ante él en esos días de confusión hormonal.



Fue amor a primera vista.


El gascón, apodado Perrot por Eduardito, no sólo era un perfecto modelo de virilidad masculina y una luz en la cama sino que tenía la personalidad más grosera que Eduardo conoció nunca. No cesaba de divertirlo. Usaba palabras que sólo se oían en las cocinas, agarraba el excremento de los caballos con las manos para tirarlo desde las almenas del castillo sobre cualquiera que pasara por ahí y le contaba a Eduardo sobre lo divertida que era la noche londinense en determinados antros cercanos al Támesis.

Pronto el primer príncipe de Gales comenzó a escaparse de la vigilancia de su padre para ir con Gaveston a esos sucuchos oscuros donde los ingleses más sucios y miserables de Londres no paraban de beber, gritar, reir y decir obscenidades de los burgueses, clérigos, nobles y, sobre todo, del temido Zanquilargo, que no parecía tan tremendo allí.

Eduardito comenzó a regalarle a Piersy todo lo que poseía (y lo que no poseía) por los inestimables servicios prestados. El caballero gascón que apenas sabía antes montar a caballo con una lanza se vió de golpe convertido en un hombre riquísimo y vió la perspectiva de ser el hombre más importante de Inglaterra cuando Eduardo subiera al trono, ya que él y Eduardo tenían un pequeño jueguito íntimo en el cual Eduardo se ponía una correa de caballo y hacía todo lo que su amo Piers le ordenaba, fuste (y lanza) en mano. Eduardo incluso se dejaba llamar Aethelnoth, un nombre sajón muy usado en la época para las yeguas, y a veces hasta lo hacían delante de Walter Reynolds, obispo de Worcester, y otros hombres a quienes también les divertía el jueguito.

Las cosas siguieron así hasta que Gaveston, habiendo descubierto su verdadera vocación (un taxi boy en plena edad media), comenzó a pedir más y más regalitos. Eddie, que ya estaba seco, cometió la torpeza de pedirle a su padre un condadito para su fiel amigo Gaveston. El Zanquilargo, que justo estaba en medio del kilombo escocés con William Wallace (el personaje de Mel Gibson en Corazón Valiente) casi explota de rabia y Gaveston fue desterrado de inmediato.

Por suerte para la parejita feliz, el Piernas Largas no vivió mucho más y apenas estiró la pata larga, Gaveston regresó a Inglaterra. Eduardo II no cabía en sí de felicidad y para demostrarlo hizo de su amigo conde Cornwall y lo casó con su sobrina Margarita de Clare, una de las herederas más ricas del reino.

Y acá hay que empezar a hablar de Isabel. No por nada el post se llama "La loca y la loba".

Isabel de Francia, hija de Felipe IV el Hermoso y Juana de Navarra, fue comprometida con Eduardo II cuando era una niña. Como iba a ser reina de Inglaterra, recibió una educación topissima para la época y a la tierna edad de 15 años hablaba 4 o 5 idiomas, conocía la historia de toda Europa (es decir, se sabía los nombres de todos los reyes) y prometía ser una hábil estadista.

Le enseñaron especialmente sobre Inglaterra, ya que sería su reino, y le hablaron de lo rubio y buen mozo que era su futuro esposo. Isabel se enamoró de él antes de verlo y cuando lo vió por primera vez en Boulogne, donde sería la boda, pensó que era la mujer más dichosa del mundo.

Pero apenas desembarcó con su marido en Inglaterra, apareció Gaveston para recibirlos. El gascón vestía más esplendorosamente que nadie y, tras saludar a la reina con apenas un gesto, tomó al rey del brazo y se lo llevó con él a sus habitaciones. Al día siguiente, Gaveston lucía todas las joyas que el padre de Isabel le había regalado a ella para su boda.

A la joven princesa le llevó un tiempo comprender porqué este caballero era tan apreciado por su marido, pero, cuando finalmente entendió, se sintió la mujer más humillada del mundo. Y de hecho, lo era, al menos en las cortes de Europa Occidental donde todos los nobles no hacían más que reirse de ella y su marido.

El tío de Isabel, Louis d' Evreux, sugirió a su sobrina que apelara al Papa y pidiera el divorcio, pero Isabel no estaba dispuesta a renunciar a la corona de Inglaterra, así que puso manos a la obra y obligó a Eduardo a dormir con ella para tener un heredero y asegurar su corona. Sin embargo, como Eduardo mucho no se excitaba con ella (a pesar de que la llamaban La Bella), tenían que llamar a Gaveston para que el rey se acariciara y franeleara un poco con su favorito con el fin de lograr una erección. A Isabel le desagradaba muchísimo esto pero Viagra no había, así que no tenía otra.

Finalmente, la reina de Inglaterra consiguió quedar embarazada y optó por no tocar nunca el tema de la homosexualidad y dedicarse a bordar y leer novelas de caballeros andantes durante algunos años mientras esperaba la caída de Gaveston.

Esta no podía tardar mucho porque los barones ingleses lo odiaban ya que solía burlarse de todos ellos y ponerles apodos que divertían al pueblo. Al conde de Warwick, por ejemplo, le decía Perro Rabioso porque tenía el tic de escupir al hablar mientras que al de Lincoln lo llamaba Barriga Reventada porque no había armadura que le entrara. A los ingleses de la época les parecían muy ingeniosos esos apodos y se desternillaban de risa en las tabernas llamando así a los nobles. El humor inglés nunca cambió.

Pero volviendo al tema, Gaveston sabía que se le venía la noche. Eduardo II fue obligado por sus barones a desterrarlo dos veces y las dos veces el morochote volvió hasta que finalmente fue asediado por el conde de Pembroke en la villa de Scarborough. Gaveston se entregó pacíficamente a Pembroke a cambio de la promesa de ser llevado a un juicio imparcial. Pembroke aceptó y dió su palabra de honor, pero el Perro Rabioso de Warwick le robó a su prisionero y lo hizo asesinar en una colina por sus soldados.

Todo el mundo creyó entonces que Eduardo II regresaría a la normalidad y se dedicaría a ser un rey y esposo ejemplar, como lo había sido su padre. Pero no fue así. Tras la muerte de Gaveston, el rey se transformó en una loca irritante. Maltrataba a Isabel e injuriaba a sus nobles siempre que podía, ya que los consideraba responsables de la muerte de su querido Piers. Al único que trataba bien era a Hugh Despenser el Viejo, porque tenía un simpático hijo llamado Hugh Despenser el Joven, el cual le hacía recordar a Eduardo su propia infancia y adolescencia, ya que Hugh el Joven también solía usar demasiadas joyas y telas caras en su atuendo.

Hugh Despenser el Joven era flaaaaaaco flaco flaco. Tenía la piel blanca y lampiña, rasgos agudos y el cabello castaño (y planchadito). Además, era tan refinado y sutil que hasta las mujeres de la corte parecían camioneros a su lado. No soportaba un solo desaliño en su arreglo personal y vivía sacudiendo sus mangas porque siempre las creía cubiertas de polvo (y seguramente lo estaban).

Es decir, era todo lo contrario a Gaveston, salvo en una cosa: adoraba que le hicieran regalos costosos. Pronto Huguito empezó a recibir de su rey todo tipo de presentes y mucho más extravagantes que los que recibiera Gaveston, ya que ahora el rey estaba un poco más viejo y Huguito parecía un bebé. Además, tenía mucho mejor ojo que Gaveston para las telas de calidad y las buenas joyas, así que había que tener mucho cuidado con lo que se elegía para él.

Algunos de sus presentes fueron tapices, telas, joyas y libros pertenecientes a Isabel, quien ahora hasta extrañaba a Gaveston ya que, si al gascón le eran indiferentes las mujeres, el Despenser las odiaba con toda su alma, sobre todo si eran princesas. Para colmo, la esposa de Huguito Despenser estaba tan contenta con la encumbrada posición de su marido ante el rey que se daba aires de ser la verdadera reina, lo cual exasperaba aún más a la humillada princesa francesa.

Las cosas tenían que cambiar…

4 comentarios:

  1. ay!! Primero, muchas gracias por el enlace y por supuesto, por la visita. :D

    Me encantan las historias de reyes y sobre todo, de reyes locas. Conozco varias, será que te mande a investigar para que tu habilidad pa contarlas, sea fielmente trasmitidas.

    Por lo pronto, te seguiré visitando y por supuesto te agregaré a mis enlaces.

    Un beso desde el rincón o en el rincón.

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  2. Me encantó la historia!!
    Muy interesante tu blog, voy a seguir leyendo, y gracias por pasar por el mío!

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  3. Qué fortuna encontrarte, y qué bueno que te haya gustado lo que encontraste en Palacé, por acá seguiré haciendo presencia.

    Un placer.

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  4. "...una de las mujeres más virtuosas y aburridas de la historia.."
    juaaaaaaaa

    Muy bueno

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