miércoles, 3 de agosto de 2016

¿Porqué no lo besó?


Hacía tiempo que no tenía “citas”, que no conocía gente nueva, que no se encontraba con nadie. Hacía tiempo que se sentía poca cosa, con pocas ganas de salir. Hacía tiempo que se refugiaba en los amigos y conocidos de siempre y en viejos amantes que lo conocían y extrañaban de mejores épocas. 

Hacía tiempo que estaba abatido. Abatido es la palabra que mejor lo describía aquella tarde.

Y aún así, haciendo caso al inconsciente arrojo de su espíritu –que, afortunadamente, siempre lo había caracterizado, incluso en sus peores épocas- se encontró aquella tarde con aquel chico que tanto le insistía y pedía un encuentro.

Y pasó lo que tenía que pasar, cuando no se espera nada de algo. Quedó encantado. Quedó contento. Quedó sonriente. Quedó agradecido.

Mientras escuchaba las palabras de su nuevo amigo en medio de la música, la cerveza y los árboles, sentía renacer esa agradable sensación perdida y olvidada de encontrarse a sí mismo en el otro. Esa satisfacción de saber que se piensan las mismas cosas, que preocupan las mismas cosas, incluso a pesar de todas las grandes y pequeñas diferencias.

Y así volvió a su casa, contento y sorprendido. Sobre todo sorprendido. No sólo por la sorpresa que supone siempre encontrar a una persona especial en medio del ominoso y abúlico océano de mediocridad humana en que nos sumergimos cada día sino, sobre todo, por no habérselo llevado a su cama.

¿Qué costaba? Sólo hubiera hecho falta un beso, en cualquier momento de la noche. Pero no salió ningún beso de sus labios y nunca comprendió porqué.

Igual había resultado ser una linda noche...pero incompleta, quizás. Y no pudo evitar preguntarse si sentía que el encuentro había quedado incompleto porque realmente había existido onda para una cama que fue desaprovechada o porque, peor, ya no concebía un encuentro con otro hombre que no terminara en sexo (o, al menos, en un rechazo al mismo).

Y al otro día, con bronca, pensaba en lo que había ocurrido. Con bronca pensaba en sí mismo “¿Porqué no lo besé?”, se preguntaba a cada rato. Y no había respuesta. Había sido poco hombre, quizás. Había faltado actitud. Había faltado arrojo. Y había sobrado lasitud. Demasiado arropado en las palabras cálidas que escuchó, demasiado divertido por los sarcásticos comentarios sobre las vivencias comunes. Es cierto que hacía tiempo que no disfrutaba una buena charla y una buena química puramente espiritual. Pero su orgullo estaba herido. Se sentía un niño miedoso por no haber besado cuando había que besar y lo último que necesitaba durante esos días de abatimiento era sentirse menos hombre. Así que ahí estaba, de nuevo frente a la computadora, con más enojo que insatisfacción, chateando sin ganas y charlando con desconocidos.

No hacía falta que se lo dijera a sí mismo, necesitaba desquitarse. Tenía el celular a un lado, como desafiándolo a que llamara a aquel chico del día de ayer para encontrarse de nuevo y, esta vez sí, llegar a donde las costumbres que imperan los encuentros gays dicen que hay que llegar.

Pero no, su enojo era tal que se sentía necesitado de ser llamado él. Y como el teléfono seguía mudo, buscó el desquite por otro lado.

Y esa nueva noche estaba sentado en un nuevo bar, con otro chico, de nuevo con música y árboles y cerveza rodeándolos, pero esta vez hecho todo un conquistador. Arrojo y mesura, sencillez y madurez, atención pequeña pero auténtica y un leve toque de romanticismo fueron más que suficientes para tener al nuevo chico enredado en sus sábanas un par de horas después.

Y siete días después, no sabía cómo hacer para sacárselo de encima. ¿Cómo cortar una relación que él mismo había comenzado? ¿Cómo explicar que todo ese encanto provenía de una necesidad de probarse a sí mismo y no de un sentimiento genuino de amor, afecto o, aunque sea, interés por el otro?

Bueno, era muy fácil. Simplemente, no explicando nada y borrándose. No era nada digno, pero no veía otra salida. Y dejó de atender llamados y de contestar mensajes. Y se sintió peor todavía, por no atreverse a explicar lo que le pasaba. Y de nuevo se sintió como un niño tonto, por no dar la cara y decir lo que le pasaba. De nuevo se sintió menos hombre.

Y ahora no sabe qué hacer ¿Dónde ir, dónde escapar para probar su hombría que ya está desacreditada ante su siempre alerta consciencia? ¿Con quién refugiarse si ya está agotado el recurso de sacar un clavo con otro clavo? ¿Llamar a un amigo/a a quien ya le conoce las posibles palabras de reto y/o consuelo de memoria? ¿Llenar el organismo de alguna sustancia pseudo venenosa para  dormir la vocecita interior que no se calla nunca?

Y entonces se acuerda de que tiene un blog y de curioso lo revisa, rememora, se ríe, se sorprende al ver que tiene visitas hasta de tierras homófobas, como Rusia y la India y decide que la mejor descarga es, como siempre, escribir.

2 comentarios: